Jueves 2 de agosto de 2012.– Hungría se encontraba bajo el yugo de la férrea dictadura estalinista en 1952, hasta el punto de que la Asociación Húngara de Fútbol (MLSZ) ni siquiera tenía permitido organizar sus propios partidos. Cuando se enviaba una solicitud, tenía que ir acompañada de una garantía de victoria.
En esas circunstancias, pocos se hubieran arriesgado a solicitar aquel año la inscripción en el Torneo Olímpico de Fútbol Masculino, pero con hombres de la talla de Gyula Grosics, Jozsef Bozsik, Zoltan Czibor, Nandor Hidegkuti, Ferenc Puskas o Sandor Kocsis a su disposición, Gusztav Sebes tenía el convencimiento de que la selección de Hungría se encontraba a punto de conseguir algo muy grande. “Había equipos estupendos por aquellos días (la URSS, Austria, Suecia, Yugoslavia, Italia…), pero yo sabía que contaba con los jugadores y las tácticas ideales para competir contra quien fuera”, explicó el entrenador.
Sebes estaba tan seguro de los suyos que persuadió a las autoridades con firmeza hasta conseguir lo que tanto deseaba. Pese a todo, los rivales no parecían en absoluto inquietos por la participación de los húngaros. No en vano, Hungría había perdido tres de sus cuatro partidos olímpicos (7-0 ante Gran Bretaña, 3-0 contra Egipto y 3-0 a manos de Polonia); sus preparativos para Helsinki 1952 habían sufrido el acoso de la injerencia dictatorial y de la falta de partidos de fogueo; y, si bien esos grandes nombres a los que aludía Sebes eran importantes figuras dentro del país, pocos los conocían en el extranjero.
Hungría hizo poco o nada en la ronda preliminar para cambiar las ideas preconcebidas. Superó por la mínima (2-1) el partido contra la modesta Rumanía, en cuyos últimos minutos se produjo la expulsión de Kocsis. Pero si se tambaleó en la línea de salida, arrolló sin compasión en aquella carrera de obstáculos, donde se impuso a la Italia de Giuseppe Meazza por 3-0, a Turquía por 7-1 y a la defensora del título, Suecia, por 6-0, para concertar una cita en la gran final con la formidable Yugoslavia.
El día del gran partido, precisamente hace 60 años este jueves, Sebes recibió una llamada telefónica de Matyas Rakosi, el Primer Ministro húngaro e importantísimo aliado de Stalin. “Me recordó en términos muy claros que no se toleraría la derrota”, recordaba Sebes. “No transmití el mensaje a los jugadores, aunque ellos sabían bien lo que estaba en juego. La tensión se palpaba en el ambiente antes del saque inicial”.
La presión caía como una losa, pero los húngaros disfrutaban del apoyo mayoritario de los 59.000 espectadores congregados en el Estadio Olímpico de Helsinki, pues se habían metido al público en el bolsillo con su novedoso 4-2-4 y su fascinante juego ofensivo.
Hungría disfrutó de la posesión desde el primer segundo. Bozsik atormentó a Yugoslavia con sus certeros pases en profundidad, Hidegkuti frustró al rival con sus movimientos escurridizos, y Puskas y Kocsis desarbolaron a la defensa en ataque.
No obstante, Vladimir Beara, con paradas excelentes, incluida la del penal de Puskas, consiguió mantener el empate hasta el minuto 70. Precisamente hasta que, tras una jugada espectacular entre Bozsik y Hidegkuti, el balón cayó en una de las armas más mortíferas que el fútbol ha conocido en toda su historia: la zurda de Puskas. Con aquella rosca imparable, el marcador se puso en 1-0. Faltaban dos minutos para el pitido final cuando Czibor se internó por la izquierda para sentenciar la victoria por 2-0 y otorgar a su equipo la medalla de oro olímpica que tan perentoriamente habían exigido las autoridades húngaras.
“Me embargó una sensación de alivio indescriptible”, declaró Sebes años después. “Habíamos cumplido con nuestro deber, y lo habíamos hecho a lo grande. De repente, nos llovían los aplausos de la prensa internacional. En aquellos Juegos Olímpicos nos dimos a conocer al mundo entero”.
Puskas recordaba décadas después: “Ya éramos un equipo magnífico, pero durante aquellos Juegos Olímpicos nuestro fútbol floreció con alegría y ganas. Era el prototipo del ‘fútbol total’ que haría famosos a los holandeses [en la década de 1970]. Disfrutábamos de libertad posicional. Cuando atacábamos, todos atacábamos, desde los defensas hasta los delanteros”.
“De regreso a casa, nada más pasar Praga, el tren empezó a parar en todas las estaciones y apeaderos para que la gente nos saludara. Las escenas en la estación de Keleti cuando llegamos a Budapest fueron increíbles. Unas 100.000 personas abarrotaban las calles adyacentes para celebrar nuestro triunfo. Estábamos eufóricos. Se trataba de nuestro primer gran triunfo, ¡y nuestros corazones eran tan jóvenes todavía!”.
Así nació uno de los equipos más soberbios del fútbol internacional: la maravillosa orquesta sinfónica de Sebes, que pasó a la historia con el nombre de Los Magiares Mágicos.
*Con información de la FIFA
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